Revancha
De un día para otro, las cosas parecían haberse vuelto frágiles. El papel se desgarraba con facilidad; los niños volvían a sus casas con la ropa aún más destrozada que de costumbre; empezaron a ser frecuentes las historias de grandes catástrofes en las cristalerías familiares y de accidentes causados por sillas o mesas que se rompían. Hubo preocupación y pánicos ocasionales según el fenómeno tendía a extenderse y generalizarse. Pronto dejaron de existir las figuritas de porcelana, los juegos de café y otros objetos delicados. Numerosos obreros morían al desplomarse los andamios en los que trabajaban.
El tiempo pasaba y no se encontraba un remedio, ni siquiera una explicación. Al contrario, el problema se agravaba. Empezó a afectar a los edificios. La siguiente escena se hizo parte de la vida cotidiana: en cualquier lugar de la ciudad, de repente, la señal, un crujido, algo que se quebraba: ¡otro derrumbamiento! ¿dónde?; tremendo ruido; acto seguido, una nube de polvo que invade el aire, los pulmones, los ojos; gritos de pánico, gemidos de dolor; en imágenes fugaces y fantasmales: gente huyendo enloquecida en todas direcciones, y unas ruinas intuidas más que vistas. Cada vez más personas perdían sus casas, vagaban por las calles sin saber dónde ir, ofreciendo un espectáculo lamentable que no dejaba de conmover a nadie pues nadie estaba a salvo.
Al tiempo que se producía este fenómeno, las ciudades empezaron a poblarse de vegetación. Más preocupados por la misteriosa y gradual descomposición de nuestros objetos que por las tímidas hierbecillas que comenzaban a asomar en calles y plazas, no dimos, al principio, importancia a este segundo proceso.
No tardamos mucho en comprobar, sin embargo, el extraordinario vigor que habían adquirido las plantas y entonces todo cambió. Como si la corrosión de las cosas artificiales lo hubiese anticipado y la súbita pujanza de la naturaleza lo confirmase, la humanidad entera comprendió que su dominio sobre el planeta era cosa del pasado. No hicieron falta demostraciones: la fe en la especie se derrumbó, y fue arrastrando las instituciones de la sociedad. Todo había acabado ¡nadie se engañaba! Jamás hubo una convicción tan unánime: inútil pensar en el porvenir. Abolido el futuro, ¿qué razón quedaba para hacer el esfuerzo de la civilidad, para reprimir los instintos primarios? Llegó el delirio: entusiasmos feroces, crímenes, orgías salvajes, los mercados desabastecidos, ¿quién iba a trabajar, cultivar, recolectar, distribuir...? ¡y el hambre! ¿asesinatos, robos, pillajes? ¡con el estómago vacío, no era cuestión de andarse con remilgos! si te hacías con algo de comida ¡a callar! ¡más valía que no se supiera!... y no debo olvidarme del sexo... ¿promiscuidad? ¡oleadas de violaciones! ¡lujuria animal, insaciable! ¿incesto? ¿por qué no?... en fin, todas las facetas del caos, imposibles de enumerar; la ciudad por momentos parecía un manicomio... el desenfreno se extendía como una epidemia que amenazaba acabar con todo...
Se producían escenas confusas: grupos de gente, aquí y allá. ¿Qué hacen? ¿Representan una amenaza? ¿Cómo saberlo? De repente alguien pasa corriendo, lanzando rápidas miradas a un lado, al otro. ¿Dónde va? ¿A qué viene tanta prisa? ¡Claro! ¡Tiene algo! Comida, ropa, un reloj, ¡qué más da! Tiene algo y no puede seguir corriendo: está rodeado. ¿Qué tienes? ¿Nos lo vas a dar? Mejor irse, qué me importa todo esto...
La vida se volvió azarosa, las seguridades y los deberes tenían cada vez menos sentido. La autoridad cayó por su propio peso, sin revueltas ni motines. Parecía como si los hombres, en vez de resistir, se aliaran inconscientemente con la naturaleza dando rienda suelta a todo lo animal que llevaban dentro. Muchos huían de las ciudades, pero ¿dónde ir? ¿Dónde buscar la esperanza y la seguridad perdidas?
La flora empezó a adueñarse, cada vez con más insolencia, de las poblaciones, y con ella vino la fauna. Las calles eran intransitables; grandes árboles crecían en las casas, que se derrumbaban al dejar paso a la vitalidad agresiva de las ramas y las raíces. Los tigres se paseaban por los centros comerciales.
La naturaleza mostraba una alegría exuberante y salvaje: los colores vivos de las plantas, verdes, rojos, amarillos y azules que dañaban la vista a la vez que fascinaban y seducían a los niños y a los locos; la algarabía de los animales en la noche de la ciudad; los pájaros de plumas brillantes que volaban en todas las direcciones y se posaban aquí y allá; todo parecía una brutal celebración de nuestra derrota.
Cualquier estructura artificial estaba condenada a la destrucción. El empuje de la naturaleza se aliaba con la repentina decadencia de nuestras posesiones. La civilización lo que quedaba de ella se replegó en ciertos barrios, menos afectados que el resto por estos procesos inexplicables. Luchamos contra la pujanza vegetal haciendo uso de máquinas y herramientas cada vez más inútiles y quebradizas, mientras todo se derrumbaba a nuestro alrededor.
La pelea fue corta y acabamos perdidos. El viento desintegró los últimos vestigios de la civilización. Nuestros edificios, nuestros vehículos, nuestras máquinas, nuestras ropas... se fueron volando, convertidos en partículas diminutas.
El bosque lo cubrió todo.
Los humanos mejor dicho: aquellos que aún conservábamos algún resto de humanidad , perdidos en un medio extraño, nos agrupamos para intentar la defensa.
Despojados de casi todo, reducidos al estado primitivo de animales que saben hacer fuego, por la noche sólo nuestras hogueras mantenían a distancia a las fieras que oíamos aullar, rugir, amenazantes, cercanas...
No duró mucho esta situación. Todos los días alguien moría por enfermedad, alguien era devorado por algún depredador, alguien se extraviaba en el bosque para no volver... todas las noches alguien desaparecía sin dejar rastro...
Pronto me encontré completamente solo. Resignado, acepté mi destino y me tumbé en medio de la maleza; me dormí.
Soñé que era semilla.
Javi 2004
El tiempo pasaba y no se encontraba un remedio, ni siquiera una explicación. Al contrario, el problema se agravaba. Empezó a afectar a los edificios. La siguiente escena se hizo parte de la vida cotidiana: en cualquier lugar de la ciudad, de repente, la señal, un crujido, algo que se quebraba: ¡otro derrumbamiento! ¿dónde?; tremendo ruido; acto seguido, una nube de polvo que invade el aire, los pulmones, los ojos; gritos de pánico, gemidos de dolor; en imágenes fugaces y fantasmales: gente huyendo enloquecida en todas direcciones, y unas ruinas intuidas más que vistas. Cada vez más personas perdían sus casas, vagaban por las calles sin saber dónde ir, ofreciendo un espectáculo lamentable que no dejaba de conmover a nadie pues nadie estaba a salvo.
Al tiempo que se producía este fenómeno, las ciudades empezaron a poblarse de vegetación. Más preocupados por la misteriosa y gradual descomposición de nuestros objetos que por las tímidas hierbecillas que comenzaban a asomar en calles y plazas, no dimos, al principio, importancia a este segundo proceso.
No tardamos mucho en comprobar, sin embargo, el extraordinario vigor que habían adquirido las plantas y entonces todo cambió. Como si la corrosión de las cosas artificiales lo hubiese anticipado y la súbita pujanza de la naturaleza lo confirmase, la humanidad entera comprendió que su dominio sobre el planeta era cosa del pasado. No hicieron falta demostraciones: la fe en la especie se derrumbó, y fue arrastrando las instituciones de la sociedad. Todo había acabado ¡nadie se engañaba! Jamás hubo una convicción tan unánime: inútil pensar en el porvenir. Abolido el futuro, ¿qué razón quedaba para hacer el esfuerzo de la civilidad, para reprimir los instintos primarios? Llegó el delirio: entusiasmos feroces, crímenes, orgías salvajes, los mercados desabastecidos, ¿quién iba a trabajar, cultivar, recolectar, distribuir...? ¡y el hambre! ¿asesinatos, robos, pillajes? ¡con el estómago vacío, no era cuestión de andarse con remilgos! si te hacías con algo de comida ¡a callar! ¡más valía que no se supiera!... y no debo olvidarme del sexo... ¿promiscuidad? ¡oleadas de violaciones! ¡lujuria animal, insaciable! ¿incesto? ¿por qué no?... en fin, todas las facetas del caos, imposibles de enumerar; la ciudad por momentos parecía un manicomio... el desenfreno se extendía como una epidemia que amenazaba acabar con todo...
Se producían escenas confusas: grupos de gente, aquí y allá. ¿Qué hacen? ¿Representan una amenaza? ¿Cómo saberlo? De repente alguien pasa corriendo, lanzando rápidas miradas a un lado, al otro. ¿Dónde va? ¿A qué viene tanta prisa? ¡Claro! ¡Tiene algo! Comida, ropa, un reloj, ¡qué más da! Tiene algo y no puede seguir corriendo: está rodeado. ¿Qué tienes? ¿Nos lo vas a dar? Mejor irse, qué me importa todo esto...
La vida se volvió azarosa, las seguridades y los deberes tenían cada vez menos sentido. La autoridad cayó por su propio peso, sin revueltas ni motines. Parecía como si los hombres, en vez de resistir, se aliaran inconscientemente con la naturaleza dando rienda suelta a todo lo animal que llevaban dentro. Muchos huían de las ciudades, pero ¿dónde ir? ¿Dónde buscar la esperanza y la seguridad perdidas?
La flora empezó a adueñarse, cada vez con más insolencia, de las poblaciones, y con ella vino la fauna. Las calles eran intransitables; grandes árboles crecían en las casas, que se derrumbaban al dejar paso a la vitalidad agresiva de las ramas y las raíces. Los tigres se paseaban por los centros comerciales.
La naturaleza mostraba una alegría exuberante y salvaje: los colores vivos de las plantas, verdes, rojos, amarillos y azules que dañaban la vista a la vez que fascinaban y seducían a los niños y a los locos; la algarabía de los animales en la noche de la ciudad; los pájaros de plumas brillantes que volaban en todas las direcciones y se posaban aquí y allá; todo parecía una brutal celebración de nuestra derrota.
Cualquier estructura artificial estaba condenada a la destrucción. El empuje de la naturaleza se aliaba con la repentina decadencia de nuestras posesiones. La civilización lo que quedaba de ella se replegó en ciertos barrios, menos afectados que el resto por estos procesos inexplicables. Luchamos contra la pujanza vegetal haciendo uso de máquinas y herramientas cada vez más inútiles y quebradizas, mientras todo se derrumbaba a nuestro alrededor.
La pelea fue corta y acabamos perdidos. El viento desintegró los últimos vestigios de la civilización. Nuestros edificios, nuestros vehículos, nuestras máquinas, nuestras ropas... se fueron volando, convertidos en partículas diminutas.
El bosque lo cubrió todo.
Los humanos mejor dicho: aquellos que aún conservábamos algún resto de humanidad , perdidos en un medio extraño, nos agrupamos para intentar la defensa.
Despojados de casi todo, reducidos al estado primitivo de animales que saben hacer fuego, por la noche sólo nuestras hogueras mantenían a distancia a las fieras que oíamos aullar, rugir, amenazantes, cercanas...
No duró mucho esta situación. Todos los días alguien moría por enfermedad, alguien era devorado por algún depredador, alguien se extraviaba en el bosque para no volver... todas las noches alguien desaparecía sin dejar rastro...
Pronto me encontré completamente solo. Resignado, acepté mi destino y me tumbé en medio de la maleza; me dormí.
Soñé que era semilla.
Javi 2004
9 comentarios
latinaunida -
y el final...tu ser todo, que se entrega apostando a una gestación, a un génesis distinto.
me encantó.
un beso.
Latina.
Ghenherhal Thorhrhrijhohskhy: -
Perseida -
white -
Ghenherhal Thorhrhrijhohskhy -
Pablo -
Planta -
Stuffen -
Lo he imaginado como relatado frente a una hoguera, por alguien de voz profunda y expresiva. Alguien que dota de tal intesidad gestual al drama, que nos obliga a centrar toda nuestra atención en tu historia.
Besos.
Elena.
Pakito -
Mañana ya me pongo a escribir, si eso :)